Crónica
de un extraño secuestro editorial |
LA
MISTERIOSA DESAPARICIÓN DE UN NÚMERO DE “HERMANO
LOBO”
Tras el suceso protagonizado por el inefable asunto
de “El Hijo de Perra Adoptivo”, transcurrió una
buena temporada de templanza represiva durante la que la censura,
aquella gente de las tijeras y el lápiz rojo, se contuvo
en una especie de vigilancia benevolente. Se trataba, sin embargo,
de un maquillaje circunstancial para confiar a la gente de buena
fe como nosotros porque, de pronto, se dispararon todas las alarmas:
los señores aquellos que mandaban tanto se liaron no ya a
manufacturar expedientes a todo trapo, sino que, cogiendo la Ley
de Prensa por los cuernos (Ley Fraga para los amigos), fueron sacudiendo
sucesivamente a Hermano Lobo algunos trompazos del género
morrocotudo que dejaron maltrecho al buen lobo.
Entiendo que, por elegancia narrativa, debo ahorrar al lector la
larga y tediosa lista de todos los rifirrafes que Hermano Lobo mantuvo
con la Señora Censura – una madame de armas tomar-
ni la cuantía de las multas cuyo importe –so pena de
incurrir en el temible Desacato- hubo que apoquinar en Papel de
Pagos al Estado. De todas formas y a todos los efectos, será
provechoso para nuestros lectores dejar constancia de tan infaustos
sucesos por riguroso orden de aparición en escena.
Tomen nota, señores: primero, el increíble secuestro
del número 153 impreso en el clásico verde de la revista,
nada menos que, según la querella del fiscal, “por
menosprecio a la Justicia”, a causa del chiste de Ramón
que ocupaba la portada: un señor más bien menudo,
de rostro ingenuo, escucha un vozarrón portentoso que, inculpándole,
le grita:«¡¿Conoce sus derechos?!»; aquél,
tenuemente, le responde: «sí, señor»;
el vozarrón finalmente le conmina: con un apabullante «¡Pues
olvídelos».
Suma y sigue: al número 178 le “colgaron” un
expediente de aquí te espero por “grave infracción”
del tristemente célebre artículo de la Ley ya mentada
en lo que se refiere nada menos que “a la seguridad del Estado”
porque entendieron que Luis Carandell, el pacífico, educado
y ejemplar ciudadano Luis Carandell, había intentado transgredirlo
en sus inocentes “Coplillas de Don Luis”; y, por último,
un gran expediente polivalente, un auténtico Expedientísimo,
urdido por aquellos crueles señores antes aludidos que arremetieron
contra el contenido del que sería nonato número 183,
en el que encontraban punible:
1) El artículo “La bolsa masónica”, original
de Vicent. El juez de Orden Público, probablemente aquejado
de un ataque de presbicia, apremiaba por escrito –con el consabido
“Dios guarde a Vd. Muchos años”- al director
de la revista para que identificara, bajo el apercibimiento de no
se qué, al autor del artículo incriminado que se escondía
tras el “sospechoso seudónimo Vicent” o al propio
Chumy que, además de sus dibujos, utilizó, entre otros
seudónimos, el de Genoveva de la O para escribir sus gracias
literarias; 2) la reproducción de un fotográfico zoom
de la parte inferior de un biquini cuyo pie, bajo el título
de “Tanga”, había escrito y firmado Tío
Oscar (Umbral) en su sección “Las Jais”; y, en
fin, 3) toda la página titulada “75 años y un
día” que, con transcripciones de la prensa de 1.900,
seleccionaba Fernando Lara. Las tres imputaciones dieron lugar al
secuestro del número inculpado, a la apertura del correspondiente
sumario en el juzgado de Orden Público y a la incoación
del Expedientísimo aludido que, por las trazas, amenazaba
alcanzar graves consecuencias.
Pero, en esta ocasión, Chumy y Aramburu escarmentados y por
lo tanto advertidos de los inesperados cambios del viento que regía
la veleta que administraba broncas y palmetazos, habían urdido
un astuto plan con el que, cuando se presentara inopinadamente una
situación como ésta, al menos no costaría el
dineral que supone “tragarse” toda una opulenta tirada
por un imprevisto cambio de humor de la madame.
El plan consistía en que, en lugar de presentar en el depósito
previo los ejemplares sellados y firmados por el representante autorizado
de la editorial (léase Ediciones Pléyades S. A.) una
vez realizada la tirada completa de cada número, cumplir
ese requisito no con ejemplares procedentes de la tirada ya consumada,
sino con ferros (apócope con el que profesionalmente se designa
a las pruebas de impresión offset obtenidas “al ferroprusiato”)
y correspondientes a una tirada no efectuada, sino que se produciría
en cuanto el mentado depósito previo hubiera transcurrido
sin objeciones administrativas al número presentado.
El secuestro como tal, pues, no se produjo, aunque la policía
y los inspectores del Ministerio visitaron la Redacción,
nuestros almacenes y varios puestos de venta en Madrid y en alguna
otra ciudad en busca de ejemplares de ese número tan varapaleado.
Naturalmente, no encontraron ni uno, sólo pudieron hallar
los ferros que habían sido presentados al fastidioso trámite
administrativo.
Por obvias razones, Hermano Lobo no apareció esa semana y,
siete días después, salió a la venta el que
ostentaba el número consecutivo, el 184, para evitar malos
entendidos con ese ente, entre fantasmal y rocoso, conocido como
la Administración. Y sucedió que Hermano Lobo, bien
administrado en sus decisiones por el ejecutivo dúo Chumy-Aramburu,
aprovechó como ropa vieja el original “inocente”
publicándolo, sin desperdiciar una sola coma, en los números
siguientes. La portada del nonato ocupó la del número
186.
¿Qué había ocurrido? Pues que el país
se despertaba mientras que los señores que mandaban, ante
la decrepitud imparable del general superlativo, como lo definió
Tomás y Valiente, querían, tal como dicen que Josué
hizo con el sol, un imposible: detener la Historia. Y buscaban perennemente
enemigos en los que descargar ásperamente su quimérica
obsesión... J.A.E.
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